Azafata







El gato estaba sentado en la cocina frente a una mujer desconocida y escuchaba como ella lo miraba y decía en voz baja:

-Bueno, ¿qué debo hacer contigo? Le dije a mi abuela que no debería haberte llevado, no…. Bueno, ¿qué debo hacer ahora?

El gato ya tenía tres años, y entendía perfectamente por la entonación de la voz lo que el hombre decía. Comprendía perfectamente que aquella mujer no le gustaba y que no le quería, a pesar de que se parecía a su antigua amante.

El hecho de que la amante estuviera muerta, lo sabía. Lo acaba de ver. Aquella noche se tumbó a los pies de su casera y vio cómo su alma se elevaba suavemente hacia el techo y salía flotando por la ventana, saludándole.

Llevaba tres días escuchando cómo la nueva casera le decía una y otra vez que no le necesitaba, que pronto le echaría a la calle o se lo daría a alguien.

Se paseó por las habitaciones del piso, donde habían aparecido algunas cosas nuevas, y cómo olían evidentemente no le gustaba. Intentaba no ser visto por la gente que aparecía en su casa.

En su casa, donde solía ser cálida y acogedora, de repente hacía frío.

Un día el gato desapareció del piso. La mujer que ahora vivía en el piso salió de nuevo a la cocina para dar de comer al gato y se encontró con que la comida de ayer estaba intacta. Lo llamó, pero nadie respondió a su llamada.

– Tal vez sea mejor -dijo aliviada-.

El gato se fue por su cuenta, sin esperar a que lo echaran o lo llevaran a algún sitio como algo no deseado.

Se había deslizado silenciosamente por la puerta abierta, cuando se llevaron algo al piso.

Caminó durante mucho tiempo por los caminos desconocidos. Trepó vallas y cruzó carreteras. Se alejó del lugar donde se había vuelto frío, donde no le gustaba a nadie.

Le tiraron los chicos, se cayó del tejado dos veces, pero persistió en alejarse cada vez más de su vida pasada.

Sólo se detuvo cuando estaba completamente agotado y cansado. Tenía hambre y su estómago rugía, recordándole al gato que llevaba tres días sin comer.

El gato miró a su alrededor. Había una pequeña casa de madera detrás de una vieja valla. Parecía que nadie vivía en ella. El gato olfateó el aire. No había olor a comida. Pero la casa apestaba a calor y a paz.

El gato se arrastró por el agujero de la valla y se acercó sigilosamente a la casa. Desde lejos vio una ventana abierta en el ático. Ahí es donde se metió.

Había una pila de heno en el ático. Olía a ratones. En una esquina había una manta vieja. El gato se tumbó en ella y sintió por primera vez que estaba en casa, cansado y con las patas zumbando. Su estómago volvió a rugir, pero el gato cerró los ojos y se quedó dormido.

Se despertó con una voz humana. El gato se acercó sigilosamente a la ventana abierta del ático y por la rendija miró hacia abajo.

En el patio vio a una chica que hablaba con alguien y al mismo tiempo metía algo en un plato de hierro. El gato supo inmediatamente que se trataba de comida, que olía bien en el aire. El gato se concentró en la comida. Su estómago retumbó tentadoramente.

Descendió silenciosamente del ático, como en una cacería, y escondiéndose en la hierba comenzó a arrastrarse hacia el plato con la comida, además la chica se había ido a alguna parte.

Rápidamente saltó hacia el plato, agarró el trozo más grande que pudo y salió corriendo hacia un lado. Y justo a tiempo. Una muchacha apareció por detrás de la casa, y detrás de ella, por el camino, corría un perro pelirrojo, seguido de dos gordos cachorros.

-Ven, querida -dijo la muchacha cariñosamente-, os he traído comida a ti y a los pequeños, vamos.

Y de repente el gato oyó la voz de su ama. No, era una voz diferente, pero el gato oyó en la voz de esta chica la calidez y el amor que había escuchado en su casa.

– ¡Vaya! – exclamó la chica, – ¡Tenemos invitados aquí! Tú también tienes hambre, gatito.

Resultó que el gato estaba sentado casi al lado del plato, no tenía suficiente fuerza para huir lejos. Miró con recelo a la chica. Y ella, sin prestarle atención, trató a los cachorros y al perrito. Terminó el trozo robado y se volvió hacia su plato.

La chica, al ver que el gato no huía, puso unos cuantos trozos más junto al plato:

-Toma, come -dijo en voz baja-, veo que tienes bastante hambre. Entonces sacó un recipiente y se sirvió un poco de leche.

– Bebe esto, lo necesitas ahora, o tendrás hambre.

El gato se calmó de alguna manera. Comía todo lo que le daban y se bebía la leche. Luego fue y subió al ático, donde volvió a dormirse sobre su manta. Ahora sabía que estaba en casa con seguridad.

Así es como vivió todo el verano. Y durante todo el verano la chica vino y le alimentó a él y a Escarabajo, como llamaba a su perro rojo, y a sus cachorros.

El gato se hizo más fuerte, mejoró y engordó. Ahora comían todos juntos del mismo plato y el gato no se avergonzaba de ello.

Aprendió a cazar ratones en el desván, y ahora cada vez que venía una niña, le llevaba ceremoniosamente un ratón como agradecimiento por la comida. Se rió y dio las gracias. Dejó que le acariciara, sintiendo el calor que había sentido durante mucho tiempo en aquellos lejanos tiempos.

Luego llegó el otoño. Empezó a hacer frío por la noche. El gato no sabía lo que era el frío, nunca había visto la nieve y se sorprendió al ver

moscas blancas volando una mañana. Era finales de octubre.

Esta vez la niña no vino, sino que llegó en un carro con su abuelo.

El gato miró con recelo al desconocido desde el desván.

La niña fue al patio y empezó a poner comida y al oír este olor, primero Escarabajo, seguido de dos cachorros adultos, saltaron de detrás de la casa donde vivía la familia de perros.

– ¡Ah, tú! Aquí hay una familia entera – se rió el abuelo.

– ¡Sí! –

La gata no escuchó la amenaza en la voz de su abuelo y bajó las escaleras, pero sin embargo se acercó lentamente al plato, donde ya estaban comiendo Escarabajo y sus cachorros.

-Vamos, no tengas miedo -dijo la niña y acarició el lomo del gato.

-Se calmó y empezó a comer.

-Vamos, cariño, vamos a casa -dijo el abuelo-, ya tienes bastante que hacer aquí. Recogió los cachorros y los llevó al carro.

Beetle corrió detrás. El gato se puso receloso.

– Kotya, vámonos, no tengas miedo, nos iremos a casa del abuelo, al bosque, allí estaréis bien», le dijo la niña al gato.

La miró detenidamente. La voz y la forma en que hablaba le recordaron a su ama, que lo había recogido de la misma manera cuando era pequeño en la calle y lo había llevado a casa.

La chica tomó con cuidado al gato en sus manos y se dirigió al carro. Lo puso en una gran cesta cubierta con un paño caliente.

El gato no se resistió. Cerró los ojos. Volvió a creer al hombre.

Los animales son probablemente las únicas criaturas que nos perdonan cualquier cosa.

Y nos quieren, pase lo que pase.

Fuente: readme.group

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